Aquella
mágica noche
el
cielo lucia hermosamente estrellado
y
la nívea luna parecía una bola de queso.
Una
brisa fresca y ligera
apenas
acariciaba nuestros rostros
y
mecían, tímidamente, tu brillante cabellera.
La
ciudad se mostraba singularmente iluminada,
los
bólidos corrían como leopardos
firmes
y prestos en llegar a sus puntos
y
la gente de papel
caminaban
raudos sumergidos en sus historias.
El
local resultó ser un paraíso,
un
pequeño gran mundo de diversión
dónde se podía libar, parlar y cantar
tranquilamente.
Allí
estábamos
compartiendo
una desbordante alegría
regocijándonos
tan dulcemente
que
ya parecía un grácil y afable sueño.
A
veces me perdía en tus diáfanas pupilas
y
parecía volar en un cerúleo firmamento
respirando
tu feérica fragancia
de
ninfa infinita y eterna, dueña de mi inspiración.
A
veces tomabas mis trémulas manos
con
tus delicadas manitas de algodón
y
la sujetabas tan fuerte
como
si no quisieras que se acabe la noche,
como
si quisieras que me quede a tu lado para siempre
para
cantarte tiernas baladas
que
agüen despertar a la niña de sonricita de cristal.
A
veces me hablabas tan quedo al oído
sin
importarte las estridentes y bellas melodías
que
invadían y se enseñoreaban del ambiente.
Preguntaste
si despertabas en mí noble sentimiento
si
veía en ti el símbolo de la felicidad
el
complemento perfecto de mi tétrica y
solitaria vida.
Camino
a casa a bordo de un viejo y humilde coche
recostaste
tu cabecita en mi encamotado pecho,
dejaste
que te abrasara y acariciará amorosamente.
De
pronto nos miramos fijamente a los ojos sin rendirnos;
entonces
nuestros labios se juntaron solemnemente
y
nació un cándido ósculo grávido de pasión y esperanza.